Tácticas de inclusión: el manejo del lenguaje “inclusivo”


En días pasados comenté sobre ese fenómeno lingüístico llamado “lenguaje inclusivo” que, más que una moda pasajera o una ocurrencia política, se ha convertido en una línea de política institucional en muchos países del mundo hispanohablante (p.e., aquí, aquí y aquí tenemos algunos -buenos- ejemplos), debido principalmente al trasfondo que lo llevó al primer plano de la atención de la conciencia pública: la necesidad de reducir o (mejor aún) eliminar las formas de discriminación (social) contra  grupos minoritarios o tradicionalmente invisibilizados, como las mujeres (las cuales, por cierto, difícilmente pueden -podemos- ser consideradas un “grupo minoritario”).
Sin embargo, aunque el punto de partida para la aceptabilidad social del lenguaje inclusivo tiene sentido (en general, todos estamos de acuerdo en que discriminar* no está bien), su puesta en práctica se ha convertido en una auténtica pesadilla, cuando no en objeto de burla o incomodidad. ¿Por qué se da esto? Pues, por la sencilla razón de que nuestro idioma, así de entrada, responde a una realidad social tradicionalmente discriminatoria. Algunos saltan y protestan que esto no es así, que el español no es un idioma misógino o patriarcal, que tampoco invisibiliza a los grupos minoritarios (como la comunidad LGBTi, las personas con algún tipo de discapacidad motora o mental, las personas de grupos étnicos marginados, etc.): para estas personas, el español es así porque responde a un patrimonio cultural, no porque sea “discriminatorio” en sí mismo, y, de todas formas, intentar cambiarlo no sirve de nada.

Ciertamente, no puedo suscribir la opinión de que todo el español es una muestra de la terrible discriminación que sufrimos las mujeres (más otros grupos marginados o discriminados): eso sería exagerar, hilar demasiado fino, llegar hasta un extremo tan absurdo como la discriminación misma. Sin embargo, tampoco puedo estar de acuerdo con que el español “es un patrimonio cultural que no debería ser cambiado”, pues el idioma está constituido por nuestras realidades sociales y culturales, también históricas, y, al mismo tiempo, contribuye a mantenerlas o cambiarlas. En otras palabras, si el español manifiesta rasgos sexistas es porque nuestra historia social y cultural se ha desarrollado a través de conductas sexistas que se reflejan en la lengua, lo que  significa que podemos cambiar dichas manifestaciones si cambiamos también nuestra manera de concebirnos socialmente.

¿La solución? Y aquí viene la dificultad. Una de las “soluciones” que se han implementado y que incluso están en las guías institucionales para implementar el lenguaje inclusivo es el uso de "dobletes": ellos y ellas, nosotros y nosotras, los y las, y un largo etcétera de sinsentidos** que lo úncio que han logrado es incrementar la extensión de los documentos públicos -ya de por sí extensos y complicados- sin contribuir a su claridad ni su inteligibilidad. Los y las estudiantes, los y las clientes, los y las costarricenses, se combinan con los autores y las autoras, los mexicanos y las mexicanas, los colombianos y las colombianas, los niños y las niñas, los abogados y las abogadas (como el flamante nombre del Colegio de Abogados y Abogadas de Costa Rica, una terrible manera de alargar un nombre para hacer visibles a las abogadas como si así se solucionaran los problemas de desigualdad laboral tanto en Costa Rica como en otros países). Lo peor de esta situación es que es alentada por las instituciones públicas y la clase política de nuestras naciones, con lo que parecen creer que solucionan un problema (que no se ha solucionado) mientras complican -innecesariamente- la lengua.

Hay razones de fondo para oponerse a los dobletes y no tienen que ver con los argumentos de la RAE, que son puramente formales y podrían cambiar eventualmente (como el del “género no marcado” -que es el llamado masculino genérico- o el de la economía lingüística), sino que tienen que ver con una percepción cultural: ¿realmente necesitamos hacer ver que las abogadas existen al lado de los abogados? ¿Desde cuándo las abogadas no estamos incluidas en el grupo de los abogados? ¿Somos acaso una especie distinta o quizá menos abogados que los abogados hombres? ¿Puede decirse lo mismo cuando hablamos de fiscales y fiscalas o de jueces y juezas? ¿Son las fiscalas o las juezas distintas de los fiscales y los jueces, o será que son menos fiscales y jueces que los propios fiscales y jueces? La discusión es de tipo filosófico e ideológico y enfrenta diferentes argumentos en favor o en contra, de parte de hombres y mujeres involucrados en ella (el problema es entender qué es visibilización y si ésta es positiva siempre). No me extenderé sobre el punto: solo digo que el doblete en particular es innecesario la mayor parte del tiempo, lo que significa que hay momentos en que sí es necesario y aceptable. ¿Cuándo? Cuando debemos realmente hacer la diferencia. 

Veamos un ejemplo. Supongamos que estamos redactando un reglamento interno para una empresa en la que se dispondrán algunas concesiones especiales para las mujeres que tengan hijos y necesiten amamantarlos. Al mismo tiempo, debemos considerar a los hombres que también necesiten disponer de un tiempo para atender a sus propios hijos. Para hacerlo, podremos decir que “las trabajadoras con hijos pequeños contarán con X tiempo para amamantarlos en la sala Y; mientras que los trabajadores hombres que deseen obtener un permiso especial
para atender a su hijo pequeño deberán presentar XXX, etc.” En este caso, estamos haciendo una diferencia porque usualmente los trabajadores hombres (y aquí debemos agregar “hombres” para indicar que en la palabra “trabajadores” no incluimos a las trabajadoras) no pueden amamantar, pero sí pueden cuidar a sus hijos pequeños. Una técnica que se sugiere entonces es utilizar trabajadores para incluirlos a todos, hombres y mujeres, y utilizar trabajadores hombres para diferenciar a los varones y trabajadoras para diferenciar a las mujeres, en caso de ser necesario. Así no tenemos que estar diciendo “los trabajadores y las trabajadoras”: ya se habrá notado la diferencia de uso. Igual podemos hacerlo en una guía para los usuarios de un servicio público: usuarios corresponderá a todo el mundo, mientras que usuarios hombres y usuarias serán los términos que se emplearán solo si es necesario hacer diferencia. Vale para estudiantes, ciudadanos, fiscales, jueces, autores, etc. Y la misma técnica valdrá para el singular genérico: el ciudadano, el usuario, el trabajador, el juzgador, etc.

Alguien puede alegar que así no estaríamos "visibilizando" a las mujeres, pero tal percepción es enteramente subjetivoa: en general, la gente suele entender incluidas a las mujeres salvo que expresamente se las excluya. En todo caso, para evitar cualquier hipersensibilidad al respecto, al inicio del reglamento se puede señalar en el primer artículo: “entiéndase trabajador a toda persona, independiente de su género, que se encuentre laborando para esta empresa. Solo se hará diferenciación por género en casos específicos señalados así: trabajador hombre, trabajadora”.

Otra táctica es utilizar “persona” y además la especificación: persona usuaria, persona trabajadora, persona profesional, persona empleada, etc. En general, puede funcionar, aunque a la larga se vuelve poco natural y muchas veces, en un documento largo, se olvida. El redactor vuelve a decir, por ejemplo, “el usuario”. Sugiero, para estos casos, hacer lo mismo que con el reglamento del ejemplo anterior: aclarar al inicio del documento que “persona usuaria” o “usuario” son equivalentes, salvo indicación expresa en contrario (por ejemplo: usuario varón).

Ahora bien: si estamos hablando de una mujer o de un grupo de mujeres, no hay ninguna razón por la que no puedan ser designadas por el término femenino correspondiente. A menos que a ella o a ellas les disguste. Ejemplo: las mujeres que no gustan del término “fiscala”. Si una abogada en la fiscalía quiere ser llamada fiscal, no debería ser un problema: después de todo, desde un punto de vista estrictamente gramatical, es posible. Lo único que podría impedirlo es que la institución misma lo prohíba.

Una técnica muy común, que evita el uso de “persona” o de los dobletes, es recurrir a los sustantivos colectivos. Estos designan conglomerados de objetos o personas y, sea el género gramatical que tengan, no son percibidos como “masculinos” o “femeninos” por la psicología general. ¿A qué me refiero? A que si uso la palabra “ciudadanía” o la palabra “profesorado” en ningún caso la gente entendería que hablo de un grupo de mujeres o de un grupo de hombres, sino de verdaderos conglomerados compuestos de toda clase de personas: así, la palabra ciudadanía es entendida, correctamente, como el conjunto de ciudadanos hombres y mujeres; y de igual forma, la palabra profesorado es comprendida, correctamente, como un conjunto de profesores de ambos sexos. ¿Otros sustantivos colectivos útiles? Gente, estudiantado, alumnado, niñez (cuando se refiere al conjunto de niños y niñas de un lugar), personal (cuando se refiere al grupo de personas que trabajan en una empresa o institución), etc. Hay otras palabras similares que ya se usan de forma normal, como tripulación, y no necesitan más aclaraciones. Los únicos inconvenientes con estos sustantivos colectivos son: primero, que no siempre son utilizables, pues no siempre evocan el significado preciso que necesitamos; y segundo, que no existen para todos los casos. Pero pueden ser muy útiles para evitar los dobletes o las excesivas aclaraciones.

Otra táctica es el remplazo por oraciones con uso de ciertos pronombres relativos o indefinidos. Por ejemplo: en vez de decir “el usuario de este servicio podrá presentarse a X hora”, podemos sustituirlo por “quien use este servicio podrá presentarse a X hora”. Así, “quien/es”, “quienquiera”, “cualquiera”, “alguien”, y otros similares, funcionan como sustitutos. Claro que es preciso recordar que estos pronombres se coordinan con adjetivos masculinos: no decimos “quien use este servicio está autorizada” sino “está autorizado”. No es, por tanto, totalmente neutro en términos de género, pero al menos su sentido sí se percibe de manera más inclusiva por parte de la gente.

Con respecto a otros casos de lenguaje sexista o discriminatorio, el asunto es más complejo y requiere de mayor atención y sensibilidad que los dobletes. Se trata de la resemantización de las palabras, o para decirlo de otro modo: el cambio de sentido de una palabra, que va, en este caso, de una connotación peyorativa o discriminatoria a una valorativa. Por ejemplo, el clásico caso de “mujer pública”, que en el lenguaje coloquial suele ser sinónimo de “prostituta”, mientras que “hombre público” significa “hombre que se presenta (o trabaja de cara) ante el público”. O el caso de "señorito", que suele indicar hombre soltero y adinerado, mientras que "señorita" es cualquier mujer soltera (sin dueño). En estos casos, se prefiere evitar usar mujer pública o señorita, pero eventualmente se les puede resemantizar.

Otro caso en el que hay que prestar atención es, p.e., el uso de ciertos posesivos en ciertos contextos, como insistir en referirse a una mujer como "la esposa de Fulano", mientras que nunca se refieren a un hombre como "el esposo de Mengana" (a menos que sea el de la reina de Inglaterra). O como cuando alguien dice que “los ciudadanos se sienten ofendidos cuando un político viene a insultar a sus mujeres e hijos”, frase en la que es obvio que se está excluyendo a las mujeres del grupo de ciudadanos, por el uso de “sus”. Aquí el cuidado con el lenguaje es más específico, más casuístico, y requiere de un alto grado de sensibilidad por parte de quien redacta el documento en cuestión.

Finalmente, con respecto a palabras como “todos” o “individuos”, pienso que no tiene ningún sentido intentar “incluir” de forma más “visible” a quienes tradicionalmente son víctimas de la discriminación: todos y todas no tiene sentido, ni ideológica ni lingüísticamente. Lo mismo puede decirse de “individuos masculinos y femeninos”, pues individuo tiene el mismo papel que persona: no necesita aclaración genérica, salvo en casos muy específicos.

Estas sugerencias valen para toda clase de documentos: igual para un reglamento que un contrato, un cartel de licitación que una sentencia, un artículo de opinión que un tratado de doctrina. Se trata de ser sensible a una situación real, que es la tradicional discriminación de colectivos humanos que no deberían sufrirla, pero al mismo tiempo, de serlo de forma racional y comedida, sin caer en extremismos que no ayudan a nadie, en ningún sentido.
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*Hay mucho halo de políticamente correcto alrededor de la palabra discriminación, pues mientras todos parecen estar de acuerdo en que es una conducta o situación condenable, no todos parecen estar de acuerdo en qué puede ser considerado discriminación y qué no y es cuando surgen las controversias.
**Como sustituir las palabras finales por "e", "x" o la famosa arroba (@): lxs alumnxs, les alumnes o l@s alumn@s, absurdo porque al ser leídos todo el mundo termina por leer los alumnos, así tal cual.

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