¿Juez o jueza? ¿Fiscal o fiscala?: vericuetos del lenguaje inclusivo
Hace
unos días, durante un repentino receso en una audiencia civil, una de las
partes se volvió hacia mí y me consultó una gran duda que tenía: “Disculpe que
le pregunte, ¿se dice “juez” o “jueza? ¿Fiscal o fiscala?” La pregunta generó
expectativa entre quienes se hallaban en la oficina donde se realizaba la
audiencia —su abogado y otra juez que se hallaba presente pero no participaba
de la sesión—, lo que me hizo ver de inmediato lo actual que siguen siendo las
preguntas en torno al tema, y más aún, cuando habiendo comenzado a explicar mi
perspectiva sobre el asunto, se sumaron las opiniones de la jueza que se
hallaba presente por casualidad y la de la abogada de una de las partes. En
ambas primó el mismo sentir: les gustaba “jueza” y pensaban que estaba bien,
pero abominaban de “fiscala” y les parecía que estaba “mal”. El consultante,
por su parte, pensaba que “juez” o “fiscal” eran suficientes, aunque comprendió
que se avalara el uso feminizado del primer término y que no se hiciera lo
mismo con el segundo. En otras palabras, el llamado lenguaje inclusivo genera confusión y hasta debate (algunos no le encuentran justificación).
Juez
o jueza, fiscal o fiscala… No han sido las únicas dudas. También he oído que muchos
preguntan si no es “mejor” decir “presidente” en vez de “presidenta”, si estará
bien decir constantemente “los y las jueces” o si será mejor “los jueces y las
juezas” o si será preferible escoger una tercera opción como “personas
juzgadoras”. Muchas de estas opciones parecen inadecuadas desde muchos puntos
de vista. Por ejemplo, si puedo decir “presidenta”, ¿por qué no puedo decir “estudianta”?
Si digo “los y las jueces”, ¿significa que “jueces” sí incluye el femenino? Si
digo “los jueces y las juezas”, ¿cualquier adjetivo también debo desdoblarlo,
como decir “los jueces y las juezas administrativos y
administrativas” o quizá “los jueces administrativos y las juezas
administrativas? Si puedo limitarme a un solo adjetivo, ¿cuál escojo: “los
jueces y las juezas administrativos” o los jueces y las juezas administrativas? ¿Y qué pasa con amigues, médiques y todes, o tod@s, tan populares en las redes sociales?
El tema ha generado también ciertos cuestionamientos relativos a la interpretación jurídica eventual (y maliciosa), como bien señala el filólogo José Antonio González Salgado en su artículo “El lenguaje jurídico del siglo XXI” (julio, 2009), quien, para ilustrar el problema, cita dos casos potencialmente problemáticos: uno, en una resolución; y otro, en un decreto. Ambos establecen diversos requisitos y obligaciones para determinadas categorías profesionales u ocupacionales expresadas en dobletes (esto es, en la versión doble, como “patronos y patronas”, “trabajadores y trabajadoras”, etc.), pero luego hacen excepciones o extienden derechos a las mismas categorías sin el doblete. Así, por ejemplo, en uno de los casos se establecía una serie de normas relativas a “capitanes y capitanas”, “presidente o presidenta” y otros cargos, pero luego aclaraba que “los aspirantes” a una prueba podían llevar un diccionario bilingüe, sin indicar si “las” aspirantes también. En una interpretación (maliciosa) se podría aducir que “las” aspirantes han quedado fuera de tal posibilidad. Lo mismo sucedería si una norma institucional habla de los deberes de las personas usuarias de un servicio público y luego aclara que “el usuario” puede cuestionar la decisión de una autoridad: ¿significa que “la usuaria” no podría hacerlo?
Estas situaciones enojosas y potencialmente dañinas no han tenido pronta ni fácil solución. Pero es que el lenguaje “inclusivo” no se ha dado porque sí. Aunque lo pusieron de moda algunos políticos, en su afán de ganar votos o apoyo popular, en realidad se halla en el fundamento de muchas críticas hacia el sexismo pertinaz de nuestro idioma. Y no solo por el hecho de que se presuma que cuando hablamos de profesionales “siempre” estamos hablando de hombres, sino porque en términos generales, gran parte de nuestras expresiones o presunciones sí son sexistas, aunque no nos demos cuenta de lo que ocurre.
El tema ha generado también ciertos cuestionamientos relativos a la interpretación jurídica eventual (y maliciosa), como bien señala el filólogo José Antonio González Salgado en su artículo “El lenguaje jurídico del siglo XXI” (julio, 2009), quien, para ilustrar el problema, cita dos casos potencialmente problemáticos: uno, en una resolución; y otro, en un decreto. Ambos establecen diversos requisitos y obligaciones para determinadas categorías profesionales u ocupacionales expresadas en dobletes (esto es, en la versión doble, como “patronos y patronas”, “trabajadores y trabajadoras”, etc.), pero luego hacen excepciones o extienden derechos a las mismas categorías sin el doblete. Así, por ejemplo, en uno de los casos se establecía una serie de normas relativas a “capitanes y capitanas”, “presidente o presidenta” y otros cargos, pero luego aclaraba que “los aspirantes” a una prueba podían llevar un diccionario bilingüe, sin indicar si “las” aspirantes también. En una interpretación (maliciosa) se podría aducir que “las” aspirantes han quedado fuera de tal posibilidad. Lo mismo sucedería si una norma institucional habla de los deberes de las personas usuarias de un servicio público y luego aclara que “el usuario” puede cuestionar la decisión de una autoridad: ¿significa que “la usuaria” no podría hacerlo?
Estas situaciones enojosas y potencialmente dañinas no han tenido pronta ni fácil solución. Pero es que el lenguaje “inclusivo” no se ha dado porque sí. Aunque lo pusieron de moda algunos políticos, en su afán de ganar votos o apoyo popular, en realidad se halla en el fundamento de muchas críticas hacia el sexismo pertinaz de nuestro idioma. Y no solo por el hecho de que se presuma que cuando hablamos de profesionales “siempre” estamos hablando de hombres, sino porque en términos generales, gran parte de nuestras expresiones o presunciones sí son sexistas, aunque no nos demos cuenta de lo que ocurre.
Veamos
este ejemplo clásico tomado de un texto de Análisis del Discurso (versión inglesa aquí): un padre y su hijo viajan por una carretera
cuando sufren un grave accidente, tras el cual, el padre muere y el hijo es
llevado de emergencia al hospital. Pero, una vez en el centro médico, quien va
a operarlo se detiene y exclama: “oh, no puedo hacerlo. ¡Es mi hijo!”. La
reacción normal de los estudiantes al leer este caso es la de preguntarse
“¿cómo es posible? ¿No había muerto?” La observación que sigue, de quien
propone el caso, es: “Sí, el padre murió, pero no la madre. ¿Por qué suponen que “quien va a operarlo” es un hombre?
Y
aquí nos hallamos en el meollo del problema. Apartando el hecho de que no
encuentro
ningún problema particular en que alguien aprecie la belleza de otras personas si no está ofendiéndolas o abordándolas de forma indebida (puedo pensar de nuevo en el tema de los piropos), es de destacar por qué ha habido tanta insistencia en la adopción de un lenguaje “inclusivo”, un lenguaje que intente combatir ciertas presunciones, muy arraigadas en la conciencia de la gente (como modelo = mujer; cirujano = hombre) que siguen siendo sexistas. (De hecho, si alguno de ustedes escriben en Google "Swedish models", aparecen automáticamente las mujeres; necesitan escribir "male Swedish models" para que aparezcan también los modelos hombres...).
ningún problema particular en que alguien aprecie la belleza de otras personas si no está ofendiéndolas o abordándolas de forma indebida (puedo pensar de nuevo en el tema de los piropos), es de destacar por qué ha habido tanta insistencia en la adopción de un lenguaje “inclusivo”, un lenguaje que intente combatir ciertas presunciones, muy arraigadas en la conciencia de la gente (como modelo = mujer; cirujano = hombre) que siguen siendo sexistas. (De hecho, si alguno de ustedes escriben en Google "Swedish models", aparecen automáticamente las mujeres; necesitan escribir "male Swedish models" para que aparezcan también los modelos hombres...).
Bien
mirado, podemos observar que la presunción de que un cirujano no puede ser una
mujer se extiende a casi cualquier posición u ocupación profesional asociada
tradicionalmente a individuos masculinos, como casi todas las de prestigio o
ligadas al quehacer público, como abogados, jueces, médicos, ingenieros e
incluso científicos.
Al mismo tiempo, también notamos que aquellas ocupaciones ligadas al sector educativo o de cuido de personas y lugares o de belleza y exhibición física se presuponen a cargo de mujeres: maestros, enfermeros, servidores domésticos o modelos, por ejemplo, suelen expresarse en femenino o con calificativos femeninos. ¿Es de extrañarse, por tanto, que una mujer que ocupa una posición de judicatura, a la cual ha llegado después de muchos esfuerzos, años de estudio y quizá de ciertas privaciones, prefiera que se refieran a ella como “jueza” y no como “juez”?
Al mismo tiempo, también notamos que aquellas ocupaciones ligadas al sector educativo o de cuido de personas y lugares o de belleza y exhibición física se presuponen a cargo de mujeres: maestros, enfermeros, servidores domésticos o modelos, por ejemplo, suelen expresarse en femenino o con calificativos femeninos. ¿Es de extrañarse, por tanto, que una mujer que ocupa una posición de judicatura, a la cual ha llegado después de muchos esfuerzos, años de estudio y quizá de ciertas privaciones, prefiera que se refieran a ella como “jueza” y no como “juez”?
Desde
un punto de vista de estricta lógica gramatical, “juez” no tiene género, o más
bien, tiene los dos. En español, la terminación en consonante es una
terminación “no marcada”: equivale tanto a un individuo del género masculino como
a uno del femenino. Por tanto, no necesitaría cambiar su forma para designar a
uno o a otro. Por ejemplo, no precisamos decir “juezo”. ¡Pero a nadie se le
ocurre semejante cosa! ¿Por qué? Por la sencilla razón de que la figura del
juez está asociada de forma inmediata y tradicionalmente férrea a un hombre, nunca a una mujer. Es una
cuestión sociocultural, no gramatical, pero termina por reflejarse en el lenguaje. ¿Qué pasa con fiscal? Que
no arrastra esa tradición tan fuerte: aunque uno pueda pensar en un fiscal como
un hombre, igual puede pensar en una
fiscal sin mucho esfuerzo. Incluso el hecho de que esté terminada en -al puede favorecer la no asociación
inmediata. Entonces, los hablantes reaccionan con desagrado cuando escuchan
“fiscala”, pero no cuando escuchan “jueza”.
La
RAE lo ha “resuelto” registrando en su Diccionario de Lengua Española los
términos masculinos y femeninos respectivos para la designación de las personas
que ocupan dichos cargos (para otras acepciones, solo se usa el genérico), y lo
mismo sucede con “presidente” y “presidenta”, pues la presión sociocultural ha
sido muy poderosa. Esto significa que los medios de comunicación tenderán a
preferir la designación masculina y la femenina tal como han sido separadas y
que seguirán produciéndose las confusiones de si usar los dobletes (los jueces y las juezas, las fiscalas y los fiscales) o no
usarlos, dependiendo de las políticas institucionales. En mi opinión, la
confusión continuará, porque aunque son medidas explicables desde el punto de
vista político, no se sostienen con solidez desde el punto de vista
lingüístico-lógico. Ni tampoco desde una perspectiva práctica: en el lenguaje
cotidiano casi todo el mundo termina por evitar dichas expresiones. Y las
consecuencias a nivel de interpretación jurídica podrían ser serias, si se da
algún caso como el planteado por González Salgado. ¿Qué hacer ante este tipo de
disyuntivas?
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