Interpretación lingüística e interpretación jurídica




Es sabido que el trabajo de los abogados se basa principalmente en la capacidad para encuadrar cualquiera de los casos que se les presenta a diario en los supuestos que contempla la ley. Así, es común que una persona cualquiera le pregunte a un abogado si su caso particular debe interpretarse de una manera y no de otra: ¿cuándo debo avisarle a mi jefe que voy a irme del trabajo?; ¿cuánto dinero me toca recibir en las vacaciones?; si el casero me dice que no puedo “subarrendar”, ¿significa que puedo prestarle el apartamento a mi cuñado si no le cobro?, ¿es un delito decirle a un político que es un corrupto o tengo derecho a expresarle mi molestia porque tengo libertad de expresión?; si nos vamos a huelga tres días pero solo acuden unos cuantos trabajadores, ¿pueden despedirnos?; etc. ( de hecho, hay gran cantidad de sitios donde se enlistan consejos para tratar con un abogado inicialmente, como aquí y aquí).

Todos esos supuestos implican un trabajo de interpretación de parte del abogado, porque ninguna ley puede ser tan específica como para indicar si cualquiera de esos supuestos tan particulares es contemplado por ella o no: las leyes son escritas de forma general y potencial, precisamente porque deben poder abarcar un indeterminado número de situaciones posibles. Es trabajo de los juristas, tanto de los abogados como de los jueces (particularmente de los jueces), el tener que interpretar si un hecho o conjunto de hechos se ajustan a lo descrito por la ley.

En general, interpretar es darle un sentido concreto a un texto: se supone que ese sentido está ahí, dentro del texto, pero los textos son tan (necesariamente) generales que las posibilidades de que haya distintas interpretaciones son amplias. Y si hablamos de la ley, el asunto se vuelve serio. Pero ¿no es acaso que solo tenemos que apegarnos a la “letra” de la ley?


Si fuese fácil interpretar la ley, no habría abogados ni jueces. Sería tan simple como leerla y aplicarla. Nadie discutiría ni se preocuparía. Pero no es así. La ley puede originar distintas interpretaciones y cuando hay un conflicto que llega hasta el juez, es solo su interpretación la que prevalece. Esa interpretación se hace con base en la experiencia de vida del juez, su circunstancia histórica, los conocimientos a los que tenga acceso (por ejemplo, si existen peritos especialistas que puedan iluminar el caso concreto), su cultura general y particular, la (in)existencia de otras leyes o normas que complementen la que se quiere interpretar, etc. Y se hace también con base en un elemento que parece obvio, pero que pocos reflexionan: la especial flexibilidad del lenguaje.

El Derecho está hecho de lenguaje. Interpretar ese lenguaje es parte esencial de la labor profesional de los juristas. Se supone que su formación jurídica debería ser suficiente para llevarlo a cabo con éxito. Asimismo, estudiar e interpretar la manera en que se usa el lenguaje en distintas situaciones es también la labor de otro tipo de profesionales: los lingüistas. Pero lo hacen desde un enfoque distinto al de los abogados. ¿Podrían necesitarse o ayudarse en casos concretos?

Veamos un ejemplo. Supongamos que Fulano es amigo de Zutano y acostumbran a llamarse con apelativos fuertes, como “hijueputa” o “carepicha”, cuando se saludan. Supongamos que Zutano es ascendido en su trabajo y un día en que está con sus empleados, Fulano se cruza con él y lo interpela: “¡Diay, hijueputa, me cagaste!”. Zutano se siente muy molesto, porque sus subordinados se burlan de él. Con los días descubre que tiene dificultades para hacerse oír porque todos se ríen del incidente. Zutano reclama a Fulano su descrédito y Fulano se siente molesto por el reclamo.


Supongamos que la situación se ha deteriorado y eventualmente el incidente aparece en una demanda. El juez debe interpretar si la expresión usada por Fulano en ese momento podía ser considerada un insulto (una injuria) o si no tiene relevancia alguna, para saber si aplica la normativa que castiga el descrédito ajeno o si no se aplica. Aparentemente, debería aplicarse porque “hijueputa” y “me cagaste” son expresiones odiosas, que insultan o aluden a situaciones desagradables. Sin embargo, Fulano se defiende diciendo que era su manera normal de tratar a Zutano y que no había *intención* de insulto o descrédito. El juez tiene, entonces, un momento de duda.

¿Cómo interpretar el hecho para ajustarlo a la ley? Eso es interpretación jurídica.

¿Es la expresión aludida un insulto o no? Dependerá de diversos factores contextuales y sociolingüísticos involucrados. Quizá la interpretación del abogado o del mismo juez no sea suficiente. Quizá entonces le corresponde al lingüista estudiar el hecho. No dirá si constituye un delito o no, porque eso le corresponde al jurista. Dirá si se puede considerar una expresión insultante o de descrédito para el contexto en el que fue formulada. Por ende, podrá asistir al juez a realizar su correspondiente interpretación.

La línea es delgada, pero existe, y es suficiente para asegurar una exitosa cooperación entre dos profesionales que trabajan con el lenguaje y con la interpretación y cuyo fin es siempre lograr la mejor convivencia social posible.

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